Bonjour, Tristesse.

Amanece en mi habitación. Suena el teléfono. Despierto. Olvidé silenciar mi móvil la noche anterior y la monótona melodía de llamada rompe el silencio de toda la casa. Deprisa, los demás duermen. Descuelgo. ¿Si? Tu voz no responde. Dos segundos. Cuelgas. Vuelve el silencio a mi habitación. No era la primera vez que me arrastrabas de vuelta de un sueño sin descaro, con alguna que otra sugerente excusa; esta vez, imaginé tu respuesta.

Vuelvo a abrir los ojos; el techo, la luz. Es de día en mi habitación. A penas unas horas deaquella llamada. ¿Había sido una mala jugada de otra de mis tristes historias de medianoche? Tantos besos que no fueron y miradas encendidas que no vieron. Nunca ocurrió, me repito. Es viernes. Voces apagadas desde el salón, la televisión de buena mañana, el olor a café. Odio el café. Ese sabor amargo que recorre y abrasa mi garganta. Siempre fui una niña de tazones de leche; sin cereales ni azúcar, por favor. Leche coloreada por polvos mágicos; de ese chocolate que a ti tan poco te gusta. Mis sentidos empiezan a funcionar, la cuchara removiendo el café al compás de tic-tac de mi nuevo reloj de segunda mano. A veces me pregunto como ese ínfimo sonido puede llegar a ser tan penetrante y absorbente. ¿Tan solo lo escucharé yo? Mi tripa se encoge, ya no hay nada que me retenga entre ese manojo de telas.

El suelo está frío. Ni el mes más gélido del calendario puede arrebatarme esa sensación entre mis dedos. Con pasos poco acertados me dirijo a la cocina. Avanzo. Mi reflejo me mira. No recordaba que antes hubiese un espejo en esa pared. El pelo enmarañado esconde mis pupilas, un líquido negrísimo que contradice mi rostro. El sol todavía no ha alcanzado mi blanquecina piel, tampoco le he dado oportunidad. No soporto la idea de tumbarme en la arena para absorber radiaciones; quizá tan solo sea un reacción más de mi hipocondría, quizá tan solo un odio a las muchedumbres sudadas y pegajosas, la crema solar y las conversaciones a más decibelios de lo necesarios. La playa es para diciembre. Mi reflejo se desvanece. Un marco vacío cuelga ahora de un pequeño clavo colocado con escasa gracia. Cualquiera dudaría de las leyes de la gravedad ante tales muestras.

Mis tripas vuelven a recordarme hacía donde me dirigía. El nauseabundo olor de la cafetera es cada vez más fuerte. Suena el móvil, de nuevo. Esta vez la corta melodía anuncia que no se trata de una llamada. Rehago mi  trayecto. Busco el teléfono entre las enredadas sábanas que antes me atrapaban. Impaciencia. Ahí esta. La pantalla se ilumina. "Tiene un mensaje". Me obligo a respirar. Tu nombre por destinatario, el contenido... vacio. Un mensaje en blanco.