
El suelo está frío. Ni el mes más gélido del calendario puede arrebatarme esa sensación entre mis dedos. Con pasos poco acertados me dirijo a la cocina. Avanzo. Mi reflejo me mira. No recordaba que antes hubiese un espejo en esa pared. El pelo enmarañado esconde mis pupilas, un líquido negrísimo que contradice mi rostro. El sol todavía no ha alcanzado mi blanquecina piel, tampoco le he dado oportunidad. No soporto la idea de tumbarme en la arena para absorber radiaciones; quizá tan solo sea un reacción más de mi hipocondría, quizá tan solo un odio a las muchedumbres sudadas y pegajosas, la crema solar y las conversaciones a más decibelios de lo necesarios. La playa es para diciembre. Mi reflejo se desvanece. Un marco vacío cuelga ahora de un pequeño clavo colocado con escasa gracia. Cualquiera dudaría de las leyes de la gravedad ante tales muestras.
Mis tripas vuelven a recordarme hacía donde me dirigía. El nauseabundo olor de la cafetera es cada vez más fuerte. Suena el móvil, de nuevo. Esta vez la corta melodía anuncia que no se trata de una llamada. Rehago mi trayecto. Busco el teléfono entre las enredadas sábanas que antes me atrapaban. Impaciencia. Ahí esta. La pantalla se ilumina. "Tiene un mensaje". Me obligo a respirar. Tu nombre por destinatario, el contenido... vacio. Un mensaje en blanco.
Mis tripas vuelven a recordarme hacía donde me dirigía. El nauseabundo olor de la cafetera es cada vez más fuerte. Suena el móvil, de nuevo. Esta vez la corta melodía anuncia que no se trata de una llamada. Rehago mi trayecto. Busco el teléfono entre las enredadas sábanas que antes me atrapaban. Impaciencia. Ahí esta. La pantalla se ilumina. "Tiene un mensaje". Me obligo a respirar. Tu nombre por destinatario, el contenido... vacio. Un mensaje en blanco.