(...) Otoño había escapado de sus manos en una ocasión, pero no estaba dispuesta a cometer el mismo error. Una vez más, las hojas empezaban a tejer esa alfombra que tanto le gustaba pisar; el olor a mojado, los cielos grises y el frío que cada mañana le daba los buenos días. Necesitaba detener el tiempo y la inocente idea de atrapar las hojas de otoño de nada había servido. Veintisiete, veintiocho, veintinueve... Septiembre se escurría entre sus manos mientras con impotencia tachaba los días del calendario. Con motivo empezaba a odiar esa estilográfica de sangre azul con la que marcaba su inevitable fracaso. No podía estar quieta. Andaba de un lado a otro de la habitación sin encontrar remedio a su agonía. Tras perder la cuenta de las veces que había rehecho sus pasos, se dejó caer sobre la cama. Su mirada se perdió en la superficie blanca que coronaba sus cuatro paredes. Aquella simple acción siempre la había ayudado a pensar con claridad y, esta vez, no parecía haber excepción. Entre aquel silencio intermitente, vio claro que debía hacer. Como si un fuego la abrasase, arrancó el reloj de su muñeca arrojándolo con furia hacia el otro lado de la habitación. Miles de fragmentos enmudecieron el tiempo. Y que después de un año siga igual... ¡Así no se atrapa el Otoño! Pobre, no tiene remedio.